Publicó hace poco un diario español (20 minutos) lo siguiente:
“El consejo de dirigentes de Oxford ha decidido prohibir este año la palabra Navidad y sustituirla por 'Festival de las luces de invierno'. Con esto quiere censurar todo lo que recuerde que las Navidades son fiestas cristianas intentando convertirlas en algo indiferente y centrándolo en el consumo de mercancías.”
Todo tipo de opiniones se hicieron valer: hubo los que censuraron la medida por ser esta un “atentado a las tradiciones británicas” –yo más bien diría mundiales- y que suena más bien a un suspiro nostálgico por algo bonito que se va (pero que no se tiene ni idea de por qué se celebraba, en realidad); hubo los que les dio igual y he aquí la mia.
Me hundo en la tristeza de lo que esto representa porque es como la crónica de una muerte anunciada. El consumismo de esta temporada y la indiferencia del hombre están logrando hacer lo que veinte siglos no habían podido: olvidar la conmemoración del nacimiento del Dios-Hombre. Cada vez que se acerca el 25 de diciembre de cada año, desde que tenemos conciencia, vamos por todos lados repartiendo abrazos y expresiones como “feliz Navidad”; “felices fiestas”; “te deseo lo mejor”; “que lo pases bien con los tuyos” y alguno que otro aventurado que se atreve a decir “que Dios nazca en tu corazón”, a veces sin tener ni idea de lo que eso significa. Ponemos el árbol con sus luces y esferas, algunos todavía ponen sus nacimientos monumentales, acuestan y levantan al niño y hacen fiesta con toda la colonia; pedimos posada, rompemos piñata, comemos tamales, tomamos ponche, arreglamos regalos, mandamos tarjetas y mails, hacemos intercambios, nos compramos un gorro o un suéter con motivos navideños y, a la mejor usanza de nuestro vecino del norte, como una copia fiel, adornamos nuestras casas con luces y ponemos figuras de Santa Claus y sus renos, monos de nieve y hasta duendes irlandeses –o ¿serán más bien los siete enanos de Blanca Nieves?-. Después de la vorágine y la típica cruda acumulada del 25, todo se olvida menos la monserga de recoger el tremendo tiradero que acumulamos –junto con la cruda- los días previos. ¿Y el festejado? Los que más se acordaron del “Niño Dios” fueron las señoras piadosas que restauraron la bonita efigie de cerámica con que se le representa en el nacimiento y las comadres que le tejieron el suéter, el gorro y hasta los zapatos. Si hubo quienes, desde el primer domingo de adviento en el tiempo litúrgico de la Iglesia, se hicieron una serie de propósitos para cumplir todos los días hasta el 25 –normalmente, sacrificios- mi reconocimiento y admiración. Y que conste que no le resto mérito a las señoras que vistieron al Niño Dios y a los que lo restauraron, porque la intención con que se hacen las cosas es lo que cuenta, también las felicito. Pero ¿qué decir de los que todavía solemos andar el 24 en la noche con que nos faltó el regalo de fulanito o comprando el papel para envolverlo entre los pliegos arrugados y llenos de tierra que quedaron a la señora que ya estaba recogiendo el puesto de la esquina? ¿Qué decir de quienes, en la víspera, todavía estamos peleando con la pareja si este año toca con su familia de origen o con la mia? ¿Qué decir de quienes estamos tan pobres en nuestros corazones que lo único que podemos regalar a quienes decimos que amamos son bufandas, joyas o carritos de control remoto? El alma no nos da para abrazar y decirles sinceramente “te amo”, por eso nos ocultamos detrás del celofán y los moños. Hace poco también leí que en esta temporada se incrementan los suicidios de todos aquellos que sufren de depresión ¿no se supone que el amor flota en el ambiente? He titulado a esta reflexión “La Navidad de un Año Austero” porque las circunstancias nos están forzando a que así sea, pero a más de resignarnos y andar con la cabeza agachada ¿por qué no aprovechar la oportunidad para encontrarle el verdadero jugo haciéndonos un propósito que sea a la vez una ofrenda agradable al Dios que nos nace? Voltear a ver el pesebre y preguntarle sinceramente a ese Dios pequeño, humilde, pobre y aparentemente indefenso que yace recostado ahí “entre el buey y la mula”: ¿Qué quieres de mi, pequeño Jesús? ¿Qué cosa será esa que, como el niño del tambor, pueda yo ofrecerte que te agrade, Señor? ¿Sacarme de una vez por todas ese rencor que siento hacia cierta persona y hacer las paces con ella? ¿Perdonar? ¿Pedir perdón? ¿Romper el hielo con aquel ser querido del que me encontraba distanciado por algo y al abrazarlo decirle lo importante que es para mi y cuánto bien deseo para su vida? ¿Acercarme a la Iglesia contra la que siempre he tenido mil prejuicios que me han servido de pretexto para curarme en salud? ¿Enderezar mi vida si he caído en algún vicio grave como el alcoholismo, la drogadicción o la infidelidad? ¿Restituir el daño moral o material que he hecho a alguien? ¿Ser un mejor esposo, padre, amigo y compañero de trabajo para con quienes me rodean? ¿Dejar, de una vez por todas, esas prácticas deshonestas que a lo mejor me hacen tener más en lo material, pero moralmente me vuelven miserable?
Quede como reflexión que en Navidad se dan regalos como símbolo del regalo más grande que hemos recibido del Reino de los Cielos y que es Dios mismo; gracias, bendiciones, la exaltación del hombre por encima de cualquier otra criatura, son los regalos que acompañan a este magnífico suceso; a cambio están los regalos que se llevaron al pesebre por parte de los magos y de todos los pastores que allí acudieron, motivados por los ángeles que anunciaron la llegada del Salvador, como se nos narra en el Evangelio. Pues bien, agradezcamos los regalos que se nos han dado este año, empezando por la vida misma, la salud, el trabajo; sigamos por hacer nuestra ofrenda, ese regalo del que hablábamos que pueda ser lo que más agrade a Dios; cada quien lo sabemos, en el fondo de nuestro corazón. Eso, eso que cada quien está pensando en este preciso momento, es lo que Dios quiere y merece de nosotros; ese es el verdadero sentido de la Navidad. Y, si nos damos cuenta, es un regalo que tarde o temprano va a volver envuelto para nosotros mismos, porque cuando alguien cambia algo para bien sólo atrae a su vida bienes mayores porque Dios nunca se deja ganar en generosidad y paga al ciento por uno y aparte con la vida eterna.
He ahí la invitación a vivir juntos la Navidad de un año austero y a hacerlo todos los años, evitando con eso que haya algún grupo de ridículos que pretendan minimizar la grandeza de lo que este acontecimiento representa proponiendo cambiarlo por un “Festival de las luces de Invierno”.
“El consejo de dirigentes de Oxford ha decidido prohibir este año la palabra Navidad y sustituirla por 'Festival de las luces de invierno'. Con esto quiere censurar todo lo que recuerde que las Navidades son fiestas cristianas intentando convertirlas en algo indiferente y centrándolo en el consumo de mercancías.”
Todo tipo de opiniones se hicieron valer: hubo los que censuraron la medida por ser esta un “atentado a las tradiciones británicas” –yo más bien diría mundiales- y que suena más bien a un suspiro nostálgico por algo bonito que se va (pero que no se tiene ni idea de por qué se celebraba, en realidad); hubo los que les dio igual y he aquí la mia.
Me hundo en la tristeza de lo que esto representa porque es como la crónica de una muerte anunciada. El consumismo de esta temporada y la indiferencia del hombre están logrando hacer lo que veinte siglos no habían podido: olvidar la conmemoración del nacimiento del Dios-Hombre. Cada vez que se acerca el 25 de diciembre de cada año, desde que tenemos conciencia, vamos por todos lados repartiendo abrazos y expresiones como “feliz Navidad”; “felices fiestas”; “te deseo lo mejor”; “que lo pases bien con los tuyos” y alguno que otro aventurado que se atreve a decir “que Dios nazca en tu corazón”, a veces sin tener ni idea de lo que eso significa. Ponemos el árbol con sus luces y esferas, algunos todavía ponen sus nacimientos monumentales, acuestan y levantan al niño y hacen fiesta con toda la colonia; pedimos posada, rompemos piñata, comemos tamales, tomamos ponche, arreglamos regalos, mandamos tarjetas y mails, hacemos intercambios, nos compramos un gorro o un suéter con motivos navideños y, a la mejor usanza de nuestro vecino del norte, como una copia fiel, adornamos nuestras casas con luces y ponemos figuras de Santa Claus y sus renos, monos de nieve y hasta duendes irlandeses –o ¿serán más bien los siete enanos de Blanca Nieves?-. Después de la vorágine y la típica cruda acumulada del 25, todo se olvida menos la monserga de recoger el tremendo tiradero que acumulamos –junto con la cruda- los días previos. ¿Y el festejado? Los que más se acordaron del “Niño Dios” fueron las señoras piadosas que restauraron la bonita efigie de cerámica con que se le representa en el nacimiento y las comadres que le tejieron el suéter, el gorro y hasta los zapatos. Si hubo quienes, desde el primer domingo de adviento en el tiempo litúrgico de la Iglesia, se hicieron una serie de propósitos para cumplir todos los días hasta el 25 –normalmente, sacrificios- mi reconocimiento y admiración. Y que conste que no le resto mérito a las señoras que vistieron al Niño Dios y a los que lo restauraron, porque la intención con que se hacen las cosas es lo que cuenta, también las felicito. Pero ¿qué decir de los que todavía solemos andar el 24 en la noche con que nos faltó el regalo de fulanito o comprando el papel para envolverlo entre los pliegos arrugados y llenos de tierra que quedaron a la señora que ya estaba recogiendo el puesto de la esquina? ¿Qué decir de quienes, en la víspera, todavía estamos peleando con la pareja si este año toca con su familia de origen o con la mia? ¿Qué decir de quienes estamos tan pobres en nuestros corazones que lo único que podemos regalar a quienes decimos que amamos son bufandas, joyas o carritos de control remoto? El alma no nos da para abrazar y decirles sinceramente “te amo”, por eso nos ocultamos detrás del celofán y los moños. Hace poco también leí que en esta temporada se incrementan los suicidios de todos aquellos que sufren de depresión ¿no se supone que el amor flota en el ambiente? He titulado a esta reflexión “La Navidad de un Año Austero” porque las circunstancias nos están forzando a que así sea, pero a más de resignarnos y andar con la cabeza agachada ¿por qué no aprovechar la oportunidad para encontrarle el verdadero jugo haciéndonos un propósito que sea a la vez una ofrenda agradable al Dios que nos nace? Voltear a ver el pesebre y preguntarle sinceramente a ese Dios pequeño, humilde, pobre y aparentemente indefenso que yace recostado ahí “entre el buey y la mula”: ¿Qué quieres de mi, pequeño Jesús? ¿Qué cosa será esa que, como el niño del tambor, pueda yo ofrecerte que te agrade, Señor? ¿Sacarme de una vez por todas ese rencor que siento hacia cierta persona y hacer las paces con ella? ¿Perdonar? ¿Pedir perdón? ¿Romper el hielo con aquel ser querido del que me encontraba distanciado por algo y al abrazarlo decirle lo importante que es para mi y cuánto bien deseo para su vida? ¿Acercarme a la Iglesia contra la que siempre he tenido mil prejuicios que me han servido de pretexto para curarme en salud? ¿Enderezar mi vida si he caído en algún vicio grave como el alcoholismo, la drogadicción o la infidelidad? ¿Restituir el daño moral o material que he hecho a alguien? ¿Ser un mejor esposo, padre, amigo y compañero de trabajo para con quienes me rodean? ¿Dejar, de una vez por todas, esas prácticas deshonestas que a lo mejor me hacen tener más en lo material, pero moralmente me vuelven miserable?
Quede como reflexión que en Navidad se dan regalos como símbolo del regalo más grande que hemos recibido del Reino de los Cielos y que es Dios mismo; gracias, bendiciones, la exaltación del hombre por encima de cualquier otra criatura, son los regalos que acompañan a este magnífico suceso; a cambio están los regalos que se llevaron al pesebre por parte de los magos y de todos los pastores que allí acudieron, motivados por los ángeles que anunciaron la llegada del Salvador, como se nos narra en el Evangelio. Pues bien, agradezcamos los regalos que se nos han dado este año, empezando por la vida misma, la salud, el trabajo; sigamos por hacer nuestra ofrenda, ese regalo del que hablábamos que pueda ser lo que más agrade a Dios; cada quien lo sabemos, en el fondo de nuestro corazón. Eso, eso que cada quien está pensando en este preciso momento, es lo que Dios quiere y merece de nosotros; ese es el verdadero sentido de la Navidad. Y, si nos damos cuenta, es un regalo que tarde o temprano va a volver envuelto para nosotros mismos, porque cuando alguien cambia algo para bien sólo atrae a su vida bienes mayores porque Dios nunca se deja ganar en generosidad y paga al ciento por uno y aparte con la vida eterna.
He ahí la invitación a vivir juntos la Navidad de un año austero y a hacerlo todos los años, evitando con eso que haya algún grupo de ridículos que pretendan minimizar la grandeza de lo que este acontecimiento representa proponiendo cambiarlo por un “Festival de las luces de Invierno”.